
¿Recuerdas la última vez que sentiste que tu corazón se encogía ante la mirada de otro? Yo sí. Tenía cuatro años, y en medio de un desfile en kinder, olvidé el recorrido que había practicado por semanas. Mientras mis amiguitos reían y la Madre Superiora intentaba guiarme, deseé que la tierra me tragara. Hoy, décadas después, aquella niña que quiso desaparecer me susurra una verdad: la vergüenza no es enemiga. Es una maestra disfrazada de monstruo.
Que nos han enseñado por generaciones: «Si lo escondes, no existe”. La vergüenza florece en la oscuridad. La reconocemos en el sudor frío antes de decir «me equivoqué» en una reunión laboral, en el pánico de publicar una foto sin filtros, en el silencio que guardamos cuando un familiar nos pregunta «¿y cuándo te casas?».
Pero aquí está el engaño: creemos que enterrar la vergüenza nos libera, cuando en realidad la alimentamos. Es como clavar una semilla en un matero y esperar que no crezca. La vergüenza no se pudre: germina. Y lo hace en forma de ansiedad, perfeccionismo tóxico o esa voz que repite «no eres suficiente».
No es la valentía el antídoto. En mi camino espiritual, aprendí que combatir la vergüenza con fuerza es como apagar fuego con gasolina. La verdadera medicina tiene tres nombres:
1. Curiosidad: Pregúntate: «¿Qué protege esta vergüenza?». Tal vez guarda el miedo a perder el amor de tus padres si no cumples sus expectativas, o el temor a que descubran que tu éxito en redes sociales es una fachada.
2. Compasión activa: Imagina que tu vergüenza es un niño asustado que llora en un rincón. ¿Le gritarías? ¿O lo abrazarías diciendo «entiendo que esto duele»?
3. Comunidad: La vergüenza se derrite cuando compartimos historias. En una conversación espontánea con conocidos, una amiga expresó el miedo de que su divorcio la hiciera sentir y ver «fracasada». Otra respondió: «Yo te veo como la más valiente de todos nosotros».
Qué tal si exploras estos tres ejercicios para aceptar e integrar nuestras sombras
Ejercicio 1: La carta que nunca enviarás. Escribe una confesión anónima. Detalla tu vergüenza más arraigada. Luego, quémala o entiérrala ritualmente. No se trata de soltar: se trata de verla sin juicio.
Ejercicio 2: El espejo compasivo. Párate frente al espejo después de cometer un error. En vez de decir «qué torpe», prueba: «Esto duele, pero no define quién soy». Repite hasta que tu reflejo deje de parecer un adversario.
Ejercicio 3: El regalo de la vulnerabilidad. Cuéntale a alguien de confianza una historia que te avergüence, pero añade: «Hoy elijo no cargar esto sola». Verás cómo el peso se divide y la conexión crece.
La vergüenza es una grieta en nuestra armadura espiritual. Pero ¿sabes qué ocurre con las grietas? Por ellas entra la luz. Créeme, la gente no recuerda tus tropiezos. Recuerdan cómo te levantaste, o cómo te disculpaste con gracia. Igual tu camino no es por los otros, es por ti.
Hoy, cuando veo a alguien sonrojarse, me digo: «Ahí hay un alma lista para sanar». Porque la vergüenza, cuando la reconocemos y aceptamos, no nos hace pequeños: nos recuerda que incluso en nuestra fragilidad, merecemos pertenecer.
La próxima vez que sientas ese calor en las mejillas, respira. No estás roto: estás vivo. Y en ese latido incómodo, se esconde la semilla de tu autenticidad. ¿Qué crecerá si la riegas con ternura?
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CLAUDIA ESPERANZA CASTAÑO MONTOYA
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